A prueba de balas
Dramaturgia y dirección: Juan Francisco Dasso. Actuación: Marcos Montes. Escenografía y vestuario: Cecilia Zuvialde. Iluminación: Ricardo Sica. Fotografía: Laura Mastroscello. Asistencia: Ana Schimelman. Producción: Zoilo Garcés. Duración: 50 minutos
Espacio Callejón. Humahuaca 3759. Sábados, 17 hs y domingos, 19 hs.
Todo se inicia desde el ingreso de Marcos Montes al escenario. Se presenta a la platea, con el consabido pedido de mantener los barbijos puestos y los celulares apagados. Como si fuera un cuento, de repente estamos metidos en medio de la acción, la cual atrapa al instante al espectador.
Un padre se ubica en el centro del escenario, parapetado detrás de su escritorio desde el cual desarrolla sus actividades. Se lo nota atribulado frente al arribo de situaciones propias del crecimiento de su hijo autista. Sabe que debe estar a la altura de las circunstancias ante su despertar sexual. Habla de manera pausada y descriptiva. La empatía es inmediata en tanto muestra su dolor y sus dudas frente a un momento fundamental de la vida de una persona.
Como si fuera una cebolla de múltiples capas, se va «pelando» cada una de las acciones, con sus diversas interpretaciones. Una serie de dibujos y un amigo del hijo se incorporan al relato de ese papá que llena de emoción cada palabra. Ahí es donde surge un interrogante incomodo. ¿Su preocupación es sobre su niño o sobre él mismo? Una devoción que podría llegar a tocar el egoísmo más solapado. Esa necesidad de satisfacer el «afuera» que mira, desconfía y juzga.
El texto es uno de los primeros puntos a destacar. Indaga en el sufrimiento y la esperanza –que nunca se pierde- de ese hombre que necesita una “devolución” a su preocupación constante por el futuro de su hijo. La cuestión es la manera en que trata de «solucionarla». Justamente ahí radica la riqueza del mismo el cual está escrito de una forma tan simple como contundente, donde la sutileza no le quita un ápice del terror que lo atraviesa. Es certera en su línea de escritura, la cual no se desvía ni abre nuevas inquietudes que puedan quitar la atención a lo realmente importante que es la relación entre el autismo y la sexualidad, tema muy poco abordado en el teatro.
La dirección es precisa y acertada al privilegiar el “menos es más” en pos de la creación de sentido. La escenografía es exacta en su composición y la iluminación logra los climas acordes para que Marcos Montes brille con su personaje. Montes lleva adelante una actuación sublime al crear a un padre atiborrado de pena y de culpa pero sin caer en explosiones de sensibilidad extrema. La mesura de su voz y corporalidad obtiene un impacto mayor en la recepción. En algún punto, recuerda aquél que había concebido Eduardo “Tato” Pavlovsky en su inigualable “Potestad”, en su identificación y proximidad con el auditorio, más allá del complejo de «conciencia limpia» que vive.
Poderoso e imperdible unipersonal en el que «el todo es más que la suma de las partes» -de por sí, brillantes-, “El hombre de acero” visibiliza ese «amor» de malicioso y traumático ADN que no respeta vínculo alguno y deja profundas secuelas.
Como si fuera una cebolla de múltiples capas, se va «pelando» cada una de las acciones, con sus diversas interpretaciones. Una serie de dibujos y un amigo del hijo se incorporan al relato de ese papá que llena de emoción cada palabra. Ahí es donde surge un interrogante incomodo. ¿Su preocupación es sobre su niño o sobre él mismo? Una devoción que podría llegar a tocar el egoísmo más solapado. Esa necesidad de satisfacer el «afuera» que mira, desconfía y juzga.
La dirección es precisa y acertada al privilegiar el “menos es más” en pos de la creación de sentido. La escenografía es exacta en su composición y la iluminación logra los climas acordes para que Marcos Montes brille con su personaje. Montes lleva adelante una actuación sublime al crear a un padre atiborrado de pena y de culpa pero sin caer en explosiones de sensibilidad extrema. La mesura de su voz y corporalidad obtiene un impacto mayor en la recepción. En algún punto, recuerda aquél que había concebido Eduardo “Tato” Pavlovsky en su inigualable “Potestad”, en su identificación y proximidad con el auditorio, más allá del complejo de «conciencia limpia» que vive.