La impunidad de la palabra

Hace quince días, llegué al extremo del hartazgo en tanto relación con la palabra y la opinión esbozada por el adoquín de turno. Esto se debió a tres acontecimientos que se sucedieron y abrió de manera por demás explicita, algunos conceptos que quiero explicar. Los hechos fueron la represión en el Borda, la victoria de Maravilla Martínez y la coronación de Máxima Zorraquieta.


Admito que nunca fui una persona con mucha paciencia pero con los tres casos mencionados, llegué a un límite. La gran cantidad de comentarios e impresiones acerca de los hechos mencionados dieron cuenta de la cantidad de pelotudos que hablan sin saber y encima, exigen respeto a la imbecilidad que han dicho. Tomando en cuenta la pelea de Maravilla Martínez, una frase que me exasperó fue “de boxeo no entiendo nada, pero….”, y ahí se mandaban con una idiotez que iba desde el robo de la pelea hasta que Maravilla era un fraude y demás. Encima, si uno les respondía –cosa que hice cada vez que me decían una pavada por el estilo-, ¡se ofendían porque se quedaban sin argumentación!

Tomo la frase dicha “de boxeo no entiendo nada pero….”, y pregunto, si no entendés nada de boxeo, ¿para que decís algo con la seguridad de alguien que entiende de la materia? ¿Por qué exigís respeto a la boludez que decís, si no podes sostenerla? Hay una confusión muy importante respecto a lo que se dice. Una buena cantidad de personas cree que el poder hablar te habilita a decir lo que se te cante, sin medir consecuencias de lo que se dice y por qué se dice lo que se dice. A mucha de la gente que se ofendió, lo primero que les preguntaba era si a ellos les gustaba que viniese alguien y opinase sobre la actividad que ellos desarrollaban. Me respondían que “NO”. Mi contra-respuesta era “Entonces, ¿por qué opinás de algo que no sabés si a vos te molestan que opinen sobre lo que vos sabés?”. Antes que alguno salte, no es que estoy en contra de que la gente opine sino que es absolutamente insoportable ver la petulancia de aquél que opina sin saber, exigiendo respeto sobre lo dicho. Ahí está el punto. 


Mi colega y amiga Clarisa Ercolano posteó en Facebook “Es divertidísimo ver como cualquier pichi viene a querer darte clases de periodismo solo porque se siente incómodo ante una nota, porque no le gusta, no la comparte o bien porque estaba al pedo. Cuando quiero consejos se los pido a profesionales y colegas a los que respeto (y son contados con los dedos) Ciberhabladores con tiempo de sobra, abstenerse”. Si Carlos de Villa Celina es mecánico, ¿cómo le caería que aparezca yo y le diga “la verdad es que el carburador es de pésima calidad y lo arreglaste como el culo”?. Encima, me ofendo si el tipo reacciona. Con ese criterio, le puedo decir a los cirujanos como operar, a los abogados como manejar el tema de las leyes y a los arquitectos, como hacer un edificio. Total, ¡tengo derecho a hablar! ¿No?

Si, tenes derecho a hablar pero no a decir cualquier cosa. La desubicación parte desde el momento en que la gente –si, la gente. Soy de los que critican a la gente, sin tenerle miedo a lo inimputable que puedan ser como grupo o como masa-, cree que se puede hablar de todo sin necesidad de estudiar, de capacitarse. Es lo que llamo desde hace rato, el “orgullo del mediocre”. Por una fuerte discusión con un tipo en una sala de kinesiología por la represión del Borda (“ves que fueron a provocar? Quien defiende a los policías?”), la secretaria del consultorio me dijo “Si sabés que es un bodoque, ¿por qué se la seguís peleando?”. Le respondí que “justamente por eso se la sigo peleando, porque es un bodoque”. Si no se discute y se acepta todo, se nivela para abajo. Ya lo había escrito el maestro Enrique Santos Discepolo, con esa sabia ironía que lo caracterizaba, “¡Hoy resulta que es lo mismo ser derecho que traidor!/¡Ignorante, sabio o chorro, generoso o estafador!/¡Todo es igual!/¡Nada es mejor!/¡Lo mismo un burro que un gran profesor!”. Porque si uno se calla, implica que “los inmorales nos han igualao”. Brecht decía que hay que examinar “lo habitual. No acepten sin discusión las costumbres heredadas. Ante los hechos cotidianos, por favor, no digan: ‘Es natural’. En una época de confusión organizada, de desorden decretado, de arbitrariedad planificada y de humanidad deshumanizada… Nunca digan: ‘Es natural’, para que todo pueda ser cambiado.”.



Es más que común mirar la paja en el ojo ajeno. Con eso, no se avanza, no se crece. No hay nada peor que seguir ciegamente a una situación porque me hace sentir conforme con lo que pienso, independientemente de si es buena o no. La cantidad de bobadas que se escucharon con el tema de Máxima Zorraquieta, apoyando a una reina consorte que renunció a la nacionalidad argentina y a cualquier derecho sobre los hijos, por ser miembro de la nobleza, roza el patetismo. Más aún, cuando la grasada omite que el padre de Máxima fue cómplice de la Dictadura y se cree la enésima tontería de Catalina Dlugi que lo mostraba como un “viejito que se tomaba el colectivo”, haciendo de esto una nota de color. La sensiblería de la situación, digna de una chusma de barrio, no se condice con la que debería tenerse para situaciones más reales y próximas a los domicilios. No se logra un status de “sensibilidad” por Máxima y toda su fantochada, cuando hay millones de cosas más importantes por las cuales ocuparse.

Por este tipo de cosas, me enojo, discuto y me preocupo. Porque, si hay algo que me ha quedado grabado en la cabeza, fue eso que dijo -creo- Martin Luther King, “No me preocupa tanto lo que los hombres malos hacen sino lo que los buenos hombres dejan de hacer”. Por eso, el “no te metas”, el “yo? Argentino?” y demás frases, conmigo no van. Aunque me tenga que pelear con media Capital.

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