La eterna vigencia de un clásico
Autor William Shakespeare. Traducción: Lautaro Vilo. Versión: Rubén Szuchmacher y Lautaro Vilo. Con Joaquín Furriel, Luis Ziembrowski, Belén Blanco, Marcelo Subiotto, Claudio Da Passano, Eugenia Alonso, Agustín Rittano, Germán Rodríguez, Mauricio Minetti, Pablo Palavecino, Agustín Vásquez, Lalo Rotaveria, Marcos Ferrante, Fernando Sayago, Nicolás Balcone y Francisco Benvenuti. Músico Matías Corno. Coordinación de producción: Gustavo Schraier y Julieta Sirvén. Producción técnica: Isabel Gual. Asistencia de dirección: Julián Castro, Ana María Converti y Mauro Oteiza. Apuntadora CTBA: Catalina Rivero. Asistencia de escenografía y vestuario: Luciana Uzal. Asistencia artística: Pehuén Gutiérrez. Maestro de esgrima: Andrés D´Adamo. Música original, dirección musical y diseño sonoro: Bárbara Togander. Iluminación: Gonzalo Córdova. Escenografía y vestuario: Jorge Ferrari. Dirección Rubén Szuchmacher.
Teatro San Martín. Sala Martín Coronado. Av. Corrientes 1530. Miércoles a domingos, 20 hs.
En el 2015, decía Rubén Szuchmacher en un reportaje que “Ahora estoy ensayando una obra que va a durar tres horas, con intervalo, en un teatro independiente. Es una obra que empieza con una narración, que cuenta una historia. Es lo contrario a todo pero no lo hago porque me quedé atrás sino porque ya pegué la vuelta. Sé que van a decir que es vieja y larga, que no tiene video ni micrófonos pero, oh, tiene actores que son representacionales. Van a venir con toda la batería de pelotudeces que vimos en el último FIBA en el que le tendrían que haber saltado y golpeado en la cabeza a Loperfido por haber elegido esto. Todo es igual. Los procedimientos eran similares. Todos tenían una pantalla, micrófono y una guitarra eléctrica”. Se estaba refiriendo esa gema llamada “Todas las cosas del mundo”.
No obstante, las palabras del prestigioso director dan cuenta de la coherencia de sus dichos. Tras inaugurar la temporada del Teatro Colón y presentar su versión de la ópera “Candide”, encaró la que sería su cuarta obra de William Shakespeare (antes había hecho “Sueño de una noche de verano”, en el TGSM en 1988, “Rey Lear” en 2012 y “Enrique IV. Segunda parte” en 2012, en Inglaterra). Nada más y nada menos que “Hamlet”.
Más allá de su reconocido talento y trayectoria, la curiosidad era mayúscula con respecto a qué tipo de Hamlet vería la luz en la sala Martín Coronado. En este caso, Szuchmacher trabajó sobre el texto original donde mantiene su clasicismo pero lo dota de una impronta de diálogo con la coyuntura actual, resignificando su sentido. La traducción realizada por Lautaro Vilo y la versión concebida por la dupla Vilo-Szuchmacher, mantiene la poética del original pero lo hace accesible a todo tipo de público. O sea, realiza una gambeta corta que deja fuera de juego a esa especulación/prejuicio de la “seriedad” de Shakespeare, pero sin perder un ápice de su esencia. Si bien mantiene la complejidad de su palabra –no exenta de humor e ironía-, se aleja de toda aura de solemnidad que repele a una buena parte del público curioso, que se asusta y se excusa diciendo “Y…¡es Shakespeare!”.
Este Hamlet 2019 interpela e invita a una resignificación constante. Va más allá del texto para saltar del escenario y tomar por asalto a la platea. La lectura dependerá del contexto en que se realice la puesta. Serán esas relaciones de poder que se ven y perciben, en relación directa con la muerte y la corrupción. Algo que se aprecia cuando Claudio afirma que “En este mundo corrupto, la mano dorada del delito compra las leyes con la recompensa del crimen e inclina la justicia para su lado.”. Poder y corrupción en los distintos estamentos de la sociedad.
Inclusive, el mismo Hamlet se replantea su identidad, desmarcándose de ese “deber ser”, propio del mandato. Ocupa el centro de la escena para decir “Soy el que soy” y enfrenta el designio que le ocupa toda la obra. Lejos de ser un héroe, se muestra con sus dudas pero sin caer en la debilidad. ¿No sería más fácil si hiciese todo lo que se esperaba de él? ¿Qué necesidad de complicarse la vida al romper los mandatos -venganza incluida-? Algo similar ocurre con una Ofelia acorde a este tiempo, lejos de otras que se perdían en una inocencia extrema, siempre bajándole el precio a una mujer que tenía su propia personalidad. Al respecto, uno de los momentos más poderosos es el diálogo entre Hamlet y Ofelia en medio de una coreografía de calidad, para retirarse con un dejo de hidalguía y dignidad ante lo que está por venir.
Por otra parte, Szuchmacher se aleja de la “Retromanía” que tan bien describió Simon Reynolds. El llevar a cabo una nueva versión de “Hamlet” -ésta, en particular- no implica quedarse en el pasado y girar sobre el mismo eje. Szuchmacher revisita a Shakespeare -once letras para ambos apellidos-, no para añorar sino para tomarlo y expandir su horizonte de expectativa. No hace una copia literal, con todas las mejoras tecnológicas propias de estos tiempos, pasteurizando la obra. Por el contrario, realiza una puesta absolutamente personal, haciendo hincapié en la creación de sentido, para hacerla dialogar con la coyuntura.
El clásico que es visto como moderno, que viene de otros tiempos con una vigencia absoluta, plantea diversas preguntas e ideas. Toda una decisión en estos tiempos de teatro de corta duración, que apelan al consumo de cerveza y la frivolidad del encuentro. Por este motivo, es una enorme alegría que sea el éxito que es aunque, en un punto, no extraña. Pasan los años y por más desarrollo sonoro que se alcance, con mayores formas de comunicación y publicidad, artistas como Miles Davis, Astor Piazzolla o los Beatles continúan siendo los faros de referencia sin haber tocado una nota en los últimos veinte años como mínimo. Algo similar puede decirse de William Shakespeare.
Pero también le moja la oreja al público, en tanto su rol como tal. La ceremonia que constituye el teatro es única e irrepetible. A contramano de la cultura de vacía inmediatez que domina en la actualidad, donde todo está a un click de distancia, se planta con una versión de tres horas, con dos intervalos. Allí, el espectador deberá abrir su mente y corazón asi como apagar su celular como extensión de su ser -¡como harta su sonido en medio de la función tras el pedido de silenciarlos!- para aprehender y disfrutar de lo que está ocurriendo sobre tablas.
Al día de hoy, Szuchmacher desarrolla una puesta tan inteligente como dinámica. A diferencia de otras versiones, están los personajes que están, cada uno en su lugar, sin que disipe la presencia de ninguno de ellos. Las intrigas se manifiestan con claridad. El camino que realiza Hamlet, hijo del rey de Dinamarca –asesinado por su hermano Claudio que accede al trono y se casa con la reina Gertrudis-, es armónico, como si fuera una sinfonía de preciso –y precioso- sonido donde cada uno de los instrumentos brilla con luz propia. Para tal fin, la troika diseño sonoro-escenografía-vestuario es fundamental. En primer término, es por demás destacable el trabajo de Bárbara Togander, creadora de un sonido que crea momentos únicos y acordes a cada situación, potenciando esa atmósfera ominosa sobre la cual se desarrollan los acontecimientos.
En relación directa con lo dicho, la escenografía es exacta en su concepción. Su austero gigantismo envuelve las luchas de poder al tiempo que fortalece los diálogos pero siempre visto desde la lejanía de la platea. Una exacta metáfora de lo que ocurre al día de hoy, con la política y los medios de comunicación. Ese poder concebido allá a lo lejos del cual pocos saben y aún menos, pueden acceder. El vestuario da cuenta de una atemporalidad perturbadora en tanto al diálogo con la coyuntura. Esos colores apagados se conjugan con el ambiente aciago y la tensión de los hechos pero sin anclarse en una época determinada.
El elenco es exacto en su conjunto. Desde la calidad que le es reconocida a Germán Rodríguez, Lalo Rotavería, Eugenia Alonso, Mauricio Minetti, Agustín Rittano y Marcelo Subiotto, se constituye un “dream team” único. La Ofelia de esta versión no es la que suele verse, tímida y desbordada. Por el contrario, es una mujer de temperamento, de armas tomar. Se desplaza por el escenario con la gracia de quien sabe lo que tiene que hacer. Para tal fin, nadie mejor que Belén Blanco para llevarlo a cabo. Luis Ziembrowski es un Claudio preciso y frío en la concepción de su estrategia para asirse del poder. Lo dota del pragmatismo de los que saben jugar fuerte hasta el final. En el caso de Claudio Da Passano, crea un Polonio tan original como entrañable. Es un mix de frescura y carisma, que brilla con luz propia en cada una de sus intervenciones.
Este trío de actuaciones secunda a un prolijo Joaquín Furriel que da vida a un Hamlet único e inolvidable. Toma al toro por las astas al hacerse cargo de un personaje sin igual, con su propia impronta. T
Termina la función y el aplauso es sostenido. Rubén Szuchmacher realizó un “Hamlet” tan personal como actual, al tiempo que rinde un sentido homenaje a William Shakespeare. Pero esa ovación final tiene varias aristas. No solo es la pura expresión del sano placer de haber presenciado un clásico en una versión inolvidable. Es la reivindicación de un teatro realizado con seriedad y conocimiento, con entradas accesibles para que el público opte -y se deleite- por una experiencia única e irrepetible.