Late el corazón de un perro (Teatro)

Pueblo chico, infierno grande.

Dramaturgia y dirección: Franco Verdoia. Con Silvina Sabater, Berenice Gandullo y Gerardo Serre. Producción general: Andrea Ronco. Dirección de arte: Alejandro Goldstein. Diseño de vestuario: Cecilia Allassia. Música: Ian Shifres. Diseño de iluminación: Matías Sendon. Fotografia: Franco Verdoia. Asistencia de dirección: Débora Torres. Duración: 70 minutos.

Espacio Callejón. Humahuaca 3759. Domingos, 20.30 hs.

Y allá, el tiempo que me lleva hacia allá, el tiempo es un efecto fugaz…” cantaría Fito Paez con su clásico eterno “Brillante sobre el mic”. Justamente en esta categoría filosófica se inscribe “Late el corazón de un perro”, de ese ladrón de guante blanco que despoja y confunde a muchos llamado “tiempo”.
 
Sobre el escenario se erige con dignidad una torre de objetos variopintos, armados como un Tetris inmóvil. La sensación de asfixia es evidente, sumado a una iluminación de sutiles claroscuros que expresa a gritos el ocultar debajo de la alfombra aquello de lo que “no se habla”. Esta acumulación surrealista es custodiada por Mabel, encarnada por una potente Silvina Sabater que, con su presencia escénica y verba lindante entre el pasado y el presente, domina la pieza teatral. Sufre el síndrome de Diógenes, niega la realidad y fantasea; es estoica y coqueta. Su psiquis es muy frágil, al borde del derrumbe. Sus cosas SON ella.

 
La casa es un personaje más de la obra. Un monstruo marino cuyos tentáculos envuelven a las personas que osan atravesar sus umbrales. El pueblo, en tanto ente vivo con un tipo de arquitectura constrictora a la manera de la “Circe” de Manuel Antín,  es un microuniverso que contiene a ese conjunto de seres que quedaron parados en el medio de la vida y se van encogiendo de cuerpo y alma.
Mabel es una madre manipuladora. Tiene sueños de grandeza y vive de las apariencias. Su pasado de esplendor se está oxidando. Su hija Ana (Berenice Gandullo) se muestra estupefacta ante los desvaríos de su madre, a quien invoca con su nombre de pila, marcando una distancia. Ambas encarnan dos líneas paralelas que rara vez se cruzan. Dos visiones de mundos irreconciliables. Dos generaciones, dos realidades ajenas que se unen apenas a través de un hilo genético. Ana pudo escapar de los mandatos y del «deber ser» (¿pudo?). Se marchó y triunfó. Es, parafraseando a Florencio Sánchez, “m´hija la azafata” que salió al mundo y tuvo el tan ansiado ascenso social…aunque su mente sigue en esa localidad que la vio nacer.
La otra punta del triángulo la completa Hernán (Germán Serré), el enamorado de la infancia de Ana. Sobrevive como puede en esa población carnívora que se engulle a sus habitantes, en una pulsión de muerte que se convierte en fango y arenas movedizas. Intenta recobrar ese pasado glorioso e idealizado, donde todo era inocente y perfecto. La tierra y el aire tienen reglas distintas, musita él; el cielo al que pertenece Ana, se respira; se puede volar y flotar.

La dinámica propia del grotesco criollo deja un sabor amargo y triste en la boca, a pesar de las risas incomprensibles del público.¿ Por/De qué se ríen? ¿Será por esa incomprensión de quien no comparte su pertenencia de clase y por ende, no se identifican? Un misterio. Perdón por la digresión, pero era inevitable abrir este paréntesis. Volvamos.
 
Atrapante en su desarrollo, “Late el corazón de un perro” es muy recomendable en cuanto a la visibilización de la brecha generacional, los secretos de familia guardados en un cofre bajo siete llaves y la sensibilidad de los personajes que cobran vida sobre el escenario.

Por Cecilia Inés Villarreal (FSoc -UBA-)

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