Los actores entran y salen de escena, con un ritmo acompasado en el que la historia de Francisco, un exiliado uruguayo en Montreal, recrea los dimes y diretes de su vida. La misma abarcará un amigo asesinado con el golpe de Estado del 76, un amor prohibido y la adaptación a un país extraño en el que las limitaciones a la libertad individual están dadas en el marco legal. Así, Manuel Vicente se mete en la piel de un Francisco al que dota de humanidad y sentimiento pero sin caer en ningún tipo de excesos. Por el contrario, Vicente pone al personaje en un lugar descriptivo, en el que la sola composición denota la idea que se persigue, lejos del panfleto. Silvina Bosco pone toda su experiencia a disposición de la obra mientras que Mateo Chiarino y Cecilia Cosero entran y salen de escena, con varios personajes cada uno y antagónicos entre si, sin que se note algún tipo de fisura interpretativa.
La utilización del espacio y de la pantalla es otro punto destacable ya que el primero es exacto y la segunda acompaña y no desentona en robar protagonismo u algún exceso en el vértigo ya impuesto. La dramaturgia va y viene en el tiempo de la puesta y constituye una pieza fuerte en su contenido dramático y emotivo.