Solo los chicos, tan solo los chicos…
Autoría: Paco Bezerra. Con Alejandro Awada y Melina Petriella. Asistente de dirección y Stage Manager: Nayla Pose. Diseño de escenografía y proyecciones: Maxi Vecco. Diseño de iluminación: Marcelo Cuervo. Diseño de vestuario: Daniela Dearti. Diseño Gráfico: Diego Heras. Fotos: Alejandra Lopez. Producción ejecutiva: Luciano Greco. Coordinación técnica: Alberto López. Coordinación de producción: Romina Chepe. Productor General: Sebastián Blutrach. Dirección: Nelson Valente.
Teatro El Picadero. Pasaje Santos Discepolo 1857. Sábado, 22.15 hs y domingo, 18 hs
Suele decirse que la educación recibida a temprana edad, es fundamental en la conformación de las generaciones futuras. Que la escuela es un aprendizaje previo a lo que le espera al niño/a en su adultez. De ser así, estamos en un problema de importantes dimensiones que se ha visibilizado bajo la denominación de “bullying”, que es el acoso escolar.
En “Mi pequeño poni”, Jaime e Irene son los padres de Miguel, un niño que es objeto de burla y agresiones varias por parte de sus compañeros por tener una mochila con la imagen de la serie animada que da título a la obra. La situación, que pasa de la anécdota a la preocupación, es por demás común a todas las personas que han transitado una niñez en el marco de un grupo, ya sea como “victima” o “victimario”. Aquí, será el “in crescendo” de las acciones que irá modificando el contexto de la familia pero siempre con Miguel en el centro de la escena.
Es menester recordar que la obra se inspira en dos hechos reales ocurridos en Estados Unidos. Los niños eran Michael Morones (11) y Grayson Bruce (9). Morones, harto del maltrato de sus compañeros de escuela, intentó suicidarse pero quedó con un daño cerebral irreparable. En cambio, a Bruce, de 9 años, le prohibieron entrar a la escuela argumentando que el dibujo de la mochila era el causante del enojo y consabida reacción –violenta- de sus compañeros. Ambos niños eran seguidores de «Mi pequeño pony». Ese era el motivo por el que “provocaban” la ira de sus compañeros, bajo la atenta mirada de las autoridades del colegio.
El texto concebido por Paco Bezerra tiene la virtud de dar cuenta de las vivencias de Miguel, pero lo hace a través de su ausencia en la escena, logrando la contundencia propia de quien no está de cuerpo presente. Una significativa imagen animada será la que lo reemplace en el escenario, con el cambio de expresión de acuerdo al paso del tiempo.
Más allá que lo importante no ocurriría frente a los ojos de los espectadores (siempre se habla de lo “no visto”), podrá apreciarse como salen a flote las creencias propias atravesadas por prejuicios sociales. Ahí es donde la batalla va más allá del niño para ponerse en otro lugar, como si fuera una guerra de poder y desgaste con ese “otro” hostil y agresivo.
En relación directa con lo dicho, el diseño del espacio y la escenografía, con la mesa y las sillas enfrentadas, dan cuenta de las diferencias entre los padres. Será en esa mesa donde ambos moverán invisibles piezas de ajedrez en pos de vencer al otro con su argumentación. Padre y madre se trenzan en discusiones donde no hay vencedores pero si, un vencido y es, paradójicamente, a quien más desean ayudar. De victorias pírricas está llena la vida pero ¿será esta la excepción?
Mientras el “Jeremy” de Pearl Jam flota inconscientemente como banda de sonido de la puesta, el vendaval en el que se encuentra la familia hace eclosión de las más diversas maneras. La tensión atraviesa las escenas, con diálogos donde el grito y el dolor se mezclan ante la adversidad. El texto plantea ese tipo de preguntas sin respuestas que calan hondo en tanto la identificación inmediata que propone la temática abordada. Hay una fuerte crítica a las instituciones que, frente a estos casos, generalmente cortan el hilo por lo más delgado. Pero también pone la lupa en esos padres desbordados por los sucesos y en su relación con su propio hijo, desde las diferencias en los caracteres de cada uno asi como en la manera de encarar los hechos.
Al respecto, tanto Alejandro Awada como Melina Petriella logran sentidas actuaciones acordes a lo requerido, con los vaivenes que propone el devenir de los acontecimientos. El reproche está a mano como forma de esconder las propias falencias. Quizás le sobre algunos minutos en tanto el frenesí se puede tornar abrumador en algunos momentos, en línea directa con las vivencias de los espectadores.
Puesta necesaria en tanto concientización a la problemática del acoso escolar de los/as niñas/os, “Mi pequeño poni” conmueve y deja al espectador con una sensación tan indescriptible como personal en el estómago –y el corazón-. ¿Dolor?, ¿remordimiento?, ¿culpa? Mañana será otro día y una nueva chance para combatir ese flagelo llamado “bullying”.