Diego En Mi

Por Martín Ortíz *

25 de Noviembre de 2020

La noche del martes nos juntamos con Francisco Civit a tomar un vino que nos debíamos hacía meses. Nos tomamos, al fin, un par de botellas. La buena charla, acompañada de buenos vinos es así y te termina dejando, sin querer, con una resaca molesta para el día siguiente. Me desperté, hice algunas cosas, me volví a dormir para sobrellevar el dolor de cabeza y cierto mareo. Entre dormido, con la tele prendida, algo me despierta. La periodista dice “se descompensó Maradona.” Sólo eso podía hacerme despertar. Escucho algo de un paro respiratorio. Me siento en la cama. A los pocos segundos, informan: “Murió Diego Maradona”.


Como a todos los que somos amantes del futbol, admiradores de los artistas de ese deporte, se me vinieron desde el recuerdo decenas de imágenes y situaciones en las que está Diego en mi. Pude imaginar la onda expansiva de su adiós recorriendo el mundo, dejando un tendal de corazones heridos como rivales desairados en una de sus carreras de juventud.
Es cierto que Diego ya no era ese músico genial en su esplendor y sus últimas imágenes daban ganas de no verlo para preservar su porte heroico. De Mozart preferimos escuchar su música brillante y no saber sus últimos días afiebrado, perdido, apagándose. 
Eso pasa con los artistas y Diego era un artista, del pie y de la palabra; que ponía su valor único al servicio del Todo porque sabía que ahí estaba el valor de su genio, potenciando lo colectivo. 

Septiembre de 1979.

Yo era un púber de 13 años.
Él era un pibe de 19.
Yo era un mediano entusiasta jugador… y nunca dejé de serlo.

El, un marciano… y tampoco dejó de serlo.
Iba a jugar los sábados al Malvinas de Argentinos Jrs, y él venía de salir Campeón Mundial Juvenil en Japón.
Había visto todos los partidos, bien de madrugada. Grité todos los goles, disfrutando con ese equipo vertiginoso y mágico.
Yo estaba ahí, detrás del alambrado, mirando con ojos maravillados ese entrenamiento.
La pelota le llega al pibe de 19, reciente campeón, que estaba parado en un lateral cerca del medio campo, a apenas unos metros, al otro lado del cerco.
El marciano hace dos o tres jueguitos con la pelota y le pega de volea al arco que estaba muy lejos. La pelota se eleva, hace un recorrido como de misil, empieza a bajar queriéndose meter en el arco desde ahí, con ese tiro único. La pelota sigue bajando y se escucha un estruendoso «Clanck» en el travesaño de metal. Casi lo logra.
El marciano Diego Armando Maradona festeja, grita, levanta las manos, cierra los puños hacia abajo y ahí entiendo que el monstruo total lo había logrado. Había hecho lo que quería: que la pelota pegue en el travesaño. Algo mucho más difícil que el lugar común de meter un gol.

Mayo, 1981
            
Poco tiempo antes, el irreverente del Loco Gatti osó ejercer su irreverencia ante Dios. Se comportó como un pagano descreído y acusó a la pequeña deidad de no ser más que un gordito. La respuesta fue algo así: «Pensaba meterle dos goles, ahora le voy a meter cuatro». ¡Y le metió cuatro nomás, aprovechándose de la soberbia de ese pobre mortal!

En el 81, el marciano llegó a Boca, nuestro Boca. Eran épocas de algún partido en directo pero, sobre todo, de goles repetidos en noticieros. Lo más cercano de estar en la cancha era la radio. Los partidos eran transmitidos por Víctor Hugo Morales. Con mi amigo hiper bostero Andrés –que luego tuvo la suerte de compartir varios momentos con Diego- adoptamos el ritual, casi cábala, de escuchar todos los partidos juntos.
Nos encontrábamos a la hora del partido para escucharlo. Una nueva zona de Ciudad Jardín, frente a nuestras casas, se había loteado hacía poco y estaba en construcción. En general, cruzábamos la calle, nos metíamos en un lote y nos subíamos al techo de alguna casa en construcción a escuchar el partido sin que nadie nos moleste. Oíamos los nombres de Maradona y Brindisi y se nos ampliaba la sonrisa. Hinchabamos el pecho y tomábamos aire por la esperanza del gol inminente. Cuando llegaba, lo gritábamos como si estuviéramos ahí.
Recuerdo haber visto sólo un gol en directo, en la casa de Andrés, con Jorge –su viejo- gritando desbocado. Era aquél que le hizo Perotti a Ferro que casi nos daba el campeonato.
Y fuimos campeones con Diego por única vez.
 
22 de Junio de 1986


            También en ese Mundial Diego está íntimamente unido a Víctor Hugo.
            Veía los partidos escuchando al uruguayo, aunque todos sabemos que el vértigo del relato radial no se lleva muy bien con la imagen televisiva. Sería por eso que mi viejo odiaba este vicio mío pero como en los horarios de los partidos, él estaba laburando, disfrutaba esa combinación sin su mirada acusatoria.
            El partido contra Inglaterra, el de cuartos de final luego del durísimo contra Uruguay, se jugó un domingo y mi viejo estaba en casa. Le dije: lo vemos escuchando a Víctor Hugo. Respondió sin vueltas: “dale”. Algo sorprendente; quizás sospechaba, aunque nada lo hacía sospechar, que ese sería nuestro último mundial juntos.
            Mi padre estaba sentado en primera fila, junto a la mesa larga, yo del otro lado y mi hermano Miguel detrás de mi viejo. Diego la venía rompiendo. Mi viejo admiraba tanto a Diego como a Gardel (si es que eso era posible). “Mirá, este pibe es un genio”, dijo y segundos después…

Víctor Hugo: La va a tocar para Diego, ahí la tiene Maradona, lo marcan dos, pisa la pelota Maradona…
Mi viejo: Mirá lo que es
Víctor Hugo: … arranca por la derecha el genio del futbol mundial…
Mi viejo: ¡Mirá! (Los tres despegamos los culos de las sillas.)
Víctor Hugo: …deja el tendal y va a tocar para Burruchaga…
Mi viejo: Mirá… Mirá… (Ya no nos miramos, nos vamos levantando mientras Diego avanza, el uruguayo avanza con su poesía, mi viejo con la única palabra que le sale de la boca.)
Víctor Hugo: ¡Siempre Maradona! ¡Genio! ¡Genio! ¡Genio! (Mi viejo ya no repetía “mirá”, miraba y miraba sin poder sacar los ojos de la pantalla, como nosotros que no queríamos perder detalle de ese milagro.) Ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta… Goooool.. Gooool.
Mi viejo gritaba, mi hermano gritaba, yo corría subiendo y bajando la escalera. El resto del relato, la maravilla del “barrilete cósmico” y “los puños apretados” no lo escuché hasta tiempo después.
Los tres nos abrazamos como pocas veces o nunca lo habíamos hecho…ni lo haríamos.  Milagros que la poesía, o Diego, o ese ensamble mágico entre el genio de Maradona y el de Víctor Hugo Morales pueden lograr.
 
5 de Junio de 1986

Todos quisimos decirle algo a Diego y nunca lo tuvimos a mano para decírselo y ya no lo tendremos.

Siempre quise decirle que el gol a los ingleses fue extraordinario, que el primero a Bélgica es una joya nunca valorada, que aquel indirecto dentro del área contra la Juve sigue siendo casi imposible, que es irrepetible ese, en Nápoli, aquel  en que le pega –desde lejos- elevando mucho su izquierda para que la pelota se meta en el ángulo superior derecho y el arquero la mire desde abajo…
En verdad, todo eso podría no habérselo dicho porque sólo quería decirle que su gol imposible, inexplicable, inigualable, es el que le hizo a los italianos en el Mundial del 86. Hay que buscarlo para ver cómo, presionado por el defensor, tapado por el arquero, en un ángulo complicado, Diego se suspende en el aire para pegarle con la parte externa de su pie. La pelota pasa a un metro del arquero que sólo puede mirarla y, al caer, no sigue derecho para irse afuera, pica con efecto hacia adentro para entrar de la única manera en que podía entrar. Un gol hecho como metiendo una bola en la buchaca.
 
Hoy o cualquier día después de su muerte.
 
            Fueron días de amargura, de recuerdos emocionados, con lágrimas.
            Cientos de miles de personas quisieron despedirlo.
            Fotos inauditas en todo el mundo: un hombre homenajeándolo en las ruinas de una casa destruida por la guerra en Siria, una marcha de antorchas con cantos y vítores en las calles de Nápoli, un hindú rezando frente a una estatua de Diego en India; la tapa de un diario inglés dándole más espacio al rostro de Pelusa que a la información de estar viviendo la peor crisis económica en 300 años. Era Maradona en todos los medios del mundo.
            Gente llorando en las calles de Buenos Aires y de toda Argentina. Un hombre, en Fiorito, dice mientras pone una vela en un altar improvisado, “¿Sabés cuántas alegrías nos dio a los pobres?” Otro tuitea que la muerte de Diego hizo que se volviera a mandar mensajes con su padre después de años.
            Diego ya no era ese héroe en la plenitud de su fortaleza sino uno con el cuerpo castigado de vivir una vida sin diques, fronteras ni límites. Un héroe que, aun sabiéndose frágil, le daba pelea al destino.
           

Diego era mucho más que un deportista. Pasaron 23 años de su último partido y, más de dos décadas después, el pueblo lo ama como si jugara una y otra y otra vez el Mundial de México. Maradona era el tipo que, teniendo muchísimo dinero, extrañaba Fiorito porque esa era su identidad; el amigo de Fidel, el que tenía tatuado al Che, el que no tenía problemas en ir a Mar del Plata, pararse como un Presidente Latinoamericano más y decirle “NO AL ALCA” desde un atril. Diego es un fenómeno que va mucho más allá de lo futbolístico.
            Odiado y despreciado, fue juzgado por sus actos privados por el que sólo podrían juzgarlo sus más queridos. Era imposible ser Maradona tanto como ser su hija o hijo por unos minutos.
            Creo que esa moralina desde donde lo critican los que lo odian es apenas una fachada. Esos principios que levantan son la máscara que oculta su temor de decir la verdad. Ese miedo que Diego no tenía.
            Lo que más odiaban y seguirán odiando de Maradona no son sus pecados sino sus convicciones.


* Actor, director de teatro y maradoniano tiempo completo.

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