Carver a la hora de la cena
El espacio está conformado por mesas en forma de cruz, en las cuales los espectadores se sentarán y degustarán las bebidas y picadas que formarán parte de la puesta. Mientras tanto, los actores mutarán en diversas pieles y personajes para dar cuenta de lo duro y difícil que son las relaciones humanas en las cuales el deseo no siempre va de la mano del amor y lo correcto no siempre es lo debido (ni lo querido). Las palabras y las sensaciones van y vienen en el marco de una tensión latente, muy bien dosificada no solo por la dirección de Canale sino también por un elenco exacto en sus personajes. Estos, obviamente, serán la cara oculta –y también el otro lado- de todos aquellos bien pensantes habitantes de una ciudad moderna, con pensamientos propios de este tecnologizado y frío siglo XXI.
El público presente, sentado en la mesa, también será protagonista de la obra. Desde alguna intervención hasta las caras y mohínes que empiezan a percibirse a partir de la crudeza (matizada con una identificación inmediata de deseos ocultos –o no-) de las situaciones narradas. La inclusión del público va más allá de la ruptura de una cuarta pared ya que aquí no habría esa cuarta pared, tan quebrada en tantas obras que se dicen “vanguardistas”. La familiaridad de los ingredientes de la puesta (cena, comida, bebida y gente que habla) pone a todos en un lugar de indefensión, frente a la catarata de palabras y sensaciones que se suceden una detrás de la otra. Porque, ¿quién no tiene algún pariente alcoholico, un amor surgido de una casualidad o promesas incumplidas a pesar de un deseo por hacerlas realidad, más allá del autoboicot realizado por el individuo en cuestión? Por eso, la sencillez es conmovedora en tanto proximidad a la vida de uno y la identificación que se realiza. Más aún, si hay “remolinos que mezclan besos y ausencias” al compas de una canción que sale de quien sabe tocar en la guitarra, la canción exacta que pide el momento.