El que ladra y el que muerde
Dramaturgia y dirección: Hernan Grinstein. Con Francisco Franco, Tulio Gómez Álzaga, Hernan Grinstein, José María Marcos y Maday Méndez. Iluminación: Lucia Feijoó y Christian Gadea. Diseño de espacio: Hernan Grinstein. Realización de escenografia: Fabricio Mercado. Fotografía: Gustavo Pascaner. Asesoramiento escenográfico y de vestuario: Macarena García. Producción ejecutiva: Natalia Slovediansky. Colaboración artística: Fernando Rodil
Espacio Polonia. Fitz Roy 144. Jueves, 21 hs.
El campo es un lugar de supervivencia, en algunos casos, extrema, donde los recursos varían de acuerdo a la habilidad de los individuos. Algunos desarrollan los músculos del cuerpo, otros, el cerebro. Pero todos viven. Bien o mal, eso no importa. Lo que importa es vivir aunque se traza una delgada línea respecto a sobrevivir.
El Perro está allí. Espera su momento para volver al cuadrilátero donde, paradójicamente, es uno de los pocos lugares donde goza de libertad plena. Allí, donde su mordida en la yugular es mortal, él quiere imponer su ley aunque este un poco maltrecho por las heridas de los combates previos. Allí es donde “San Francisco y el lobo”, un excelente tema de Seru Giran, resume en uno de sus versos lo ocurrido. “Pero un día el hombre mal me empezó a tratar/abrieron heridas que no cerrarán jamás”.
Todo gira en torno a la figura metafórica del perro, que podrá ser hombre o can, pero que tiene la nobleza de quien lo ha perdido todo pero aún confía en un guiño de la suerte. Leal como ninguno y sensible como pocos, es quien lleva las riendas de una dramaturgia imaginativamente campestre y punzante. Los instintos –aún los más primitivos y perversos- son los que dominan la escena.
Será justamente el Perro el lugar convergen los momentos más conmovedores y también de mayor salvajismo. Su propio ser será la arena de combate entre un lado salvaje, que no sabe hacer otra cosa que pelear por su propia subsistencia y su lado tierno, que es ese niño/cachorro lleno de vida, de sonrisa franca y con grandes pociones de amor para brindar.
Una escenografía que refleja bien el campo tierra adentro pero que también permite ubicar un garito donde se maneja el negocio de las peleas clandestinas, encuadra con precisión una puesta disfrutable de principio a fin. Hernán Grinstein pergeñó con dosis similares de poesía y salvajismo un texto que muestra pero que no pide opinión. Una especie de “in your face” gauchesco donde Toni, el patrón/padre manda.
El manejo de la culpa y las relaciones entre los seres atraviesan una pelea donde el perro pelea pero contra un rival al que no puede golpear pero que conoce, que es su propio mundo. Igualmente, el amor también forma parte de ese universo en la figura de Leila, una joven que vive con el perro y Toni pero que debe pagar tributo por esta “posibilidad” que se le brinda. Por eso, Toni es bueno con el Perro, consiguiéndole una peleíta más, con un adversario poderoso.
Como no podía ser de otra manera, están los mercaderes de la vida y los sueños que son tan perversos como incorregibles. Siempre dispuestos a conseguir algo en tanto haya una devolución acorde y con intereses por demás onerosos.
Con actuaciones emotivas y viscerales, “Perro, un cuento rural” se hace un espacio para hablar tanto del amor como de la muerte, del deseo como del maltrato, del odio como de la libertad. Para hablar de la vida misma.