Santos cielos
Fotos y texto: Cecilia Inés Villarreal
En este viaje experimenté un sentimiento místico constante. ¿Cómo explicar esto? Voy a echar mano y pedirle colaboración a Juanjo Sáez. En su libro “El arte – Conversaciones imaginarias con mi madre”, dice que este sentido místico es algo extraordinario y sublime, hecho por la mano de Dios. Esta cita es maravillosa y condensa el grado de revelación que experimenté. “Es como si los hombres quisieran imitar a los dioses y crear obras que sólo un gigante sobrenatural pudiera hacer”.
Pese a mi formación católica, no tengo muchos conocimientos asentados sobre la religión. Mejor dicho, es un conocimiento básico que se fue diseminando y quedan rastros en mi memoria. ¡Qué embrollón es hablar sobre esto! Soy creyente y espiritual pero no guardo una severidad y rigidez sobre ello. Simplemente, es respeto ante lo sagrado.
En el viaje -que me gusta denominar milagroso-, debido a las circunstancias que vivimos, esta curiosa sensación mística la percibí ante las murallas de la Ciudad Vieja, el primer día de la visita a Jerusalén, con esas alturas y la apariencia de fortaleza, de muros protectores. Entrar a la Ciudad Vieja con sus cuatro barrios (judío, cristiano, musulmán y armenio) te transporta a varias épocas simultáneas, dignas de la serie alemana Dark y de la Torre de Babel con las hordas de turistas que van y vienen. Otro clic se dio en el Muro de los Lamentos donde la energía es palpable. Por supuesto, los controles para el ingreso son estrictos y hay un espacio para hombres y otro para mujeres. Independientemente del grado de fe y espiritualidad que experimentes, tocar las paredes, apoyar la frente en la piedra hace tambalear de emoción hasta al más escéptico.
La explanada de las mezquitas (Domo de la Roca y Al-Aqsa) es grandilocuente. La magnificencia musulmana, las cúpulas con esos colores saturados azules, dorados y verdes, son una explosión visual. Uno se siente pequeño ante todo esto. Siguiendo con la tónica árabe, el llamado al rezo es conmovedor. En el sur de Tel Aviv, en Yafo, con el Mar Mediterráneo de testigo, el viernes 21 de abril fue el último día de Ramadán. En las calles hay altoparlantes y a determinados horarios se escucha al imán pronunciando unas palabras ignotas para mí, pero con una belleza indescriptible.
La música es universal, se dice, y pese a no entender árabe, esta melodía me estremeció. Yafo (o Jaffa, en su denominación árabe) es la zona árabe de Tel Aviv por su impronta arquitectónica e histórica. Los emblemas son la Torre del Reloj, la puerta de Jaffa y la colonia artística que posee. Son ciudades en altura, con piedra, escalones interminables y vista al mar. Esta similitud se repite en Akko y Safed. Es que sufrieron tantas conquistas, guerras y revueltas debido a cuestiones políticas y la ubicación estratégica que era importantísimo avistar quién o quiénes aparecían en el horizonte.
Masada es considerado el último bastión judío de resistencia contra el Imperio Romano. Se trata de un yacimiento arqueológico, es un parque nacional que tiene como límites al Mar Muerto con las montañas de Jordania en la lejanía. Caminar por estos lugares es tremendo, más que nada por la decisión cruda de los judíos de suicidarse para no caer en manos de Herodes.
Todo viaje es personal y constituye una búsqueda interna para reflexionar y ahondar en un o mismo. Seguí el consejo de Federico Moura en Superficies de placer: “uso mi flash capto impresiones».