Setenta años de grandeza

Desde pequeño, me gusta el boxeo. No solo como deporte sino por las historias que cargan sobre sus espaldas cada uno de sus personajes. Pobreza, marginación y también de orgullo y reivindicación. Tal es el caso de Muhammad Ali, quien el próximo 17 de enero, cumplirá setenta años.

Recuerdo un viaje en tren, a Mar del Plata, cuando tenía diez años, en el que leí en la revista Gente (o bosta similar) una historieta en la que un boxeador de color derrotaba a Supermán en el ring. Me quedó ese recuerdo en la mente y, cuando fui creciendo, cambié al “hombre de acero” por “el bocón de Kentucky” como mi superhéroe favorito. Porque Alí fue un héroe para mucha gente sin necesidad de ponerse una capa. Su voz, su palabra, su lucha por los derechos civiles en los EE.UU y la reivindicación de su raza y su religión, personalmente, me llenan de orgullo y admiración. Su “soy negro y me la banco” en años donde era duro sacar lo que muchos consideraban como un rasgo de “inferioridad” para transformarlo en orgullo, con el talento de los dotados, es una lección que debería aprenderse. Ali no puso la otra mejilla ni realizaba denuncias en el INADI (como si lo hacen muchos de los cobardes de mi “cole” –como diría Ali, en vez de Tio Tom serían unos Tio Josele-) sino que sacaba el orgullo de pertenecer a una raza y a una religión que enriquecieron a la Historia de la Humanidad.
 

Nacido con el nombre de Cassius Marcellous Clay, considerado por muchos como “El mejor boxeador de todos los tiempos” –incluido quien esto escribe-, es un ícono que ha traspasado el cuadrilátero para cimentar las bases de la lucha por los derechos civiles en el autodenominado “país más democrático del mundo”, denominado Estados Unidos.
 
Bocón, provocador, dueño de una velocidad tanto en los puños como en su verba, Clay le tapó la boca a todos cuando obtuvo la corona mundial de los peso pesados, al derrotar al campeón y gran favorito, Sonny Liston. Al día siguiente de la consagración, decide cambiar su nombre (“mi nombre de esclavo” decía) por el de Muhammad Ali, por el cual se transformaría en el deportista más conocido del mundo.
 

Ali luchaba también contra los “tibios” y los “acomodaticios”. Cuando dijeron que iba a pelear con Floyd Patterson, dijo que éste “había salido de su caparazón para transformarse en el gran héroe de los blancos, diciendo que el título de campeón mundial de los pesados no puede estar en manos de un musulmán. A mi nunca me preocupó que sea católico pero salió de su cueva para ser ‘el campeón de los blancos’. No conozco ningún ejemplo más triste de alguien que esté haciendo el papel de tonto”. A Ernie Terrell, que lo llamó “Clay” lo castigó durante quince rounds al grito de “¿Cómo me llamo?” y “Decí mi nombre”. No lo noqueó sino que le dio una lección en una paliza pocas veces vista en la historia del deporte de las narices chatas.   
Políticamente incorrecto pero sincero y visceral en sus pensamientos, el establishment “democrático” del gran país del norte lo persiguió con ahínco y lo conminó a presentarse al ejército para servir en Vietnam. “¿Por qué tengo que ir a matar vietnamitas si ellos no me hicieron nada? Ellos no me molestan diciéndome ‘negro sucio’ ni discriminándome como si lo hacen los norteamericanos” dice con sabiduría y lo mandan a juicio. En el estrado, el juez le dice “Clay” y él no responde. “Mi nombre es Muhammad Ali”. Lo despojan del título del mundo, le imponen una sanción de tres años que le impide boxear más allá de haberse salvado de ir a la cárcel con una pena severa.
 

Objetor de conciencias adormecidas, Ali desafió a un gobierno democráticamente autoritario con la sola bandera de su fé y sus principios. Su soberbia era sostenida por un maravilloso despliegue deportivo en el que su famoso “flota como mariposa, pica como avispa” terminó siendo una de sus más grandes frases.
Su cerebro –por el cual fue considerado no apto en los exámenes médicos que le habían hecho en el ejército- era capaz de crear frases y razonamientos de una lógica y una contundencia sin paragón. “En el África negra, el rey de la selva es Tarzán. ¿Y donde están los negros? Seguramente en la cocina, preparando chocolate”.
En momentos donde cualquier cosa que se diga, ofende a mediocres que se esconden en el “no me faltes el respeto” o “respetá lo que pienso”, por más que piensen y digan idioteces y barbaridades que no se sostienen de ninguna manera, redescubrir a la lucha de Muhammad Ali es un bálsamo de coraje. 
 Contradictorio –¿acaso quién no lo es?…y el que esté libre de pecado que arroje la primera piedra como dijo el primer hippie– y genial, poniéndole el cuerpo y su voluntad de acero para hacer frente a ese rival imbatible llamado Parkinson, Muhammad Ali llegará a las setenta décadas en este mundo. 
Su vida, su leyenda y su lucha siempre estarán vigentes. Sus peleas, sus ideas, sus desplazamientos llenos de gracia sobre el cuadrilatero y sus golpes demoledores forman parte de la Historia Universal.
 

Ahora, más que nunca, ¡Ali Bomayé! 

Bienvenidos al Caleidoscopio!

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Translate »
Scroll al inicio