Un relato sobre la creación (o destrucción) de nuestros muertos
Autoría: Marco Denevi. Adaptación: Hernán Costa. Con Uki Cappellari, Nico Carbone, Alberto Carmona, Gabi Giusti, Caro Manetticusa, Gustavo Reverdito, César Riveros. Vestuario: Paula Molina. Escenografía: Paula Molina. Diseño e Ilustraciones: Ana Willimburgh. Diseño de luces: Malena Miramontes Boim. Realización Visual: Nina Plez. Música original: Matías Macri. Fotografía: Lucas Suryano. Entrenamiento corporal: Florencia Sandulli. Asistencia de dirección: Camila Lozano, Mauro J. Pérez. Dirección: Marcelo Velázquez. Duración: 70 minutos.
Teatro La Carpintería. Jean Jaures 858 (CABA). Sábado, 20 h (hasta el 25/03/2023) y viernes, 20 h (del 07/04/2023 al 28/04/2023)
“Si miras fijamente al abismo, el abismo te devuelve la mirada”. Friedrich Nietzsche
El teatro es el lugar en que se conjugan, toman forma y se transforman las palabras. Donde la destrucción da lugar a algo nuevo y distinto. Llevar una novela de Marco Denevi a las tablas no es una tarea fácil pero tampoco imposible. Autor de famosas obras como Rosaura a las diez (1955) y Ceremonia secreta (1960), su escritura mezcla lo fantástico y lo onírico con la extrañeza de la vida cotidiana. Los asesinos de los días de fiesta, originalmente escrita en 1986, se basa en la historia de seis hermanos que tienen una peculiar (por llamarla de alguna manera) “afición”: ir a velorios de ajenos.
La vida de estos seis hermanos (tres hombres y tres mujeres), cuyos vínculos no están del todo claro, gira alrededor de los muertos. Años atrás, los velorios no eran cerrados ni exclusivos para familiares y allegados queridos, sino «a puertas abiertas». Tal como puede verse en Esperando la carroza (1985) sin que esté presente el cadáver de la difunta. Aunque uno no conociera mucho a la persona fallecida, se iba a dar el pésame e inclusive, tal vez, llorar a un completo desconocido; o que habrá visto como mucho cinco veces en la vida. Este tipo de situaciones incluyen al “grotesco criollo” por la fusión de elementos costumbristas con aquello que “perturba” al espectador. Este género encaja no solamente con la película de Alejandro Doria, sino también con la puesta vista para esta ocasión.
Al entrar a la sala, se aprecia cómo los actores hablan entre sí en un espacio oscuro, iluminados tenuemente, preparándose para luego mostrar su deformada cara. El vestuario y maquillaje impresiona al verse con claridad. ¿Acaso estamos frente a una caricatura de los Looney Tunes? Al principio uno se puede sentir descolocado, pero pasa rápidamente para dar paso a una comodidad frente a la manera de ser de esos ridículos personajes. Allí se visibiliza la magia del grotesco: el ver como “cotidiano” algo que va más allá de lo socialmente catalogado como “normal”.
La puesta juega con nuestra propia imaginación en, por ejemplo, las escenas de velorios en que el espectador debe fantasear con el muerto en el ataúd. Esto es posible gracias a la precisión de una escenografía austera. Con tan solo un par de sillas y algunos objetos de utilería (un cuadro, unas bolsas, etc), genera los cambios de espacios, de lugares y de tiempo del relato.
Esa extrañeza mencionada anteriormente también se percibe en los movimientos de los actores que se mueven al unísono, casi como una representación coral. Aun así, cada uno de los personajes encuentra su singularidad mientras comparten un meticuloso manejo del espacio. Son las miradas desquiciadas de Anacarsis (Nico Carbone), el tic en el ojo de Iluminada (Uki Cappellari), los exagerados desmayos de Patricio (Gustavo Reverdito), los ademanes de Honorato (Alberto Carmona) y la mentirosa religiosidad de Meneranda (Gabi Giusti). Quizás, sea Lucrezia (Carolina Manetti Cusa) la más compleja de catalogar, ya que es quien se separa de esa unidad familiar y sufre una transformación de sí misma.
¿Dónde comienza y termina cada uno de los individuos en esta familia? El espectador se siente cómplice con lo que ve. Esos “hermanos” que se meten en velorios ajenos, lloran y fingen ser amigos del fallecido, tienen una segunda intención oculta. La originalidad del espectáculo no está en la idea en sí (debemos agradecerle esto a Denevi), sino en cómo está magníficamente adaptada y dirigida, para que el público se introduzca en lo que ve. La cuidada e ingeniosa iluminación se conjuga con un excelente manejo de la espacialidad. Ante la ausencia y el vacío, se llenan las posibilidades de significantes. Los actores se mueven de manera hipnótica, al tiempo que nos lleva por lugares impensados.
“Los asesinos de los días de fiesta” es una comedia negra, que juega con los elementos más profundos del corazón humano. Con una dirección cuidada hasta en los más mínimos detalles, una iluminación cautivante que acompaña el lucimiento de los actores y una música original que le da el toque al relato, conforman una puesta absolutamente recomendable para quienes les guste ver cómo se rompe la cuarta pared (no se asusten, no van a subir arriba del escenario, aunque van a sentir que están ahí). Al salir de la función, queda la sensación de “perturbadora” comodidad. Pero, ante todo, es una invitación a jugar con la imaginación en cruce con lo que ve en el escenario.
Por Victoria Moroy