Pasado pero no pisado.
Dramaturgia y dirección: Juan Pablo Gómez. Intérpretes: Enrique Amido, Patricio Aramburu, Anabella Bacigalupo, Guadalupe Otheguy, Agustina Reinaudo, Carolina Saade y Mariano Sayavedra. Vestuario: Roberta Pesci. Iluminación: Santiago Badillo. Sonidista: Pablo Leal. Espacio escénico: Santiago Badillo. Música original y artista sonoro: Guadalupe Otheguy. Fotografía: Pigu Gomez. Diseño gráfico: Malala Valentini. Casting: Casting Club, Nati Lisotto, Matias Navarro, Juan Risso. Asesoramiento en sonido: Ernesto Fara. Asistencia de dirección: Manon Minetti. Producción: Brenda Lucía Carlini. Colaboración autoral: Diego Materyn. Colaboración artística y coreográfica: Mariana La Torre, Andrés Molina.
Dumont 4040. Santos Dumont 4040. Lunes, 21 h.

El teatro es tan rico que pueden convivir diversas sensaciones causadas dentro de una misma puesta, ya sea por el texto o la forma en que se plasma el mismo. Este es el caso de “Los bienes visibles”, última realización del inquieto y talentoso Juan Pablo Gómez, que no duda en meter el dedo en la llaga en esa etapa de la vida tan temida y poco abordada, que es la vejez.
Como suele ser su marca de fábrica, Gómez busca otros rumbos respecto a lo (poco) planteado a nivel teatral, sobre este tema, con su personal e inquisidora visión de los hechos y las situaciones. Elabora planteos tan sinceros como perturbadores, visibilizando todo lo incorrecto que son los sentimientos cuando hay historias previas de por medio.
Un sonido de discoteca irrumpe en el ambiente para presentar a Víctor, un adulto mayor que transita la última curva de su vida. Un interrogante que surge al instante es de una sola palabra. ¿Cómo? Serán justamente sus hijos Sergio y Lorena quienes deberán responderlo aunque esto implique ir contra sus propios principios.
El texto pergeñado por Gómez es tan ponzoñoso como intrigante. La culpa y el “deber ser” enmarcado en ese AIE definido por Althusser como “familia”, pegan fuerte con una postura que, como el porvenir, “ya está por venir”. La sábana corta que siempre deja afuera alguna parte. Tal como se dice por ahí, “Las decisiones siempre llegan tarde/Las piezas que quedan jamás encajan”. Más aún cuando uno/a podrá ocupar ese lugar con los años.
Por otra parte, también le quita el romanticismo a aquella idea de “santidad” que se adquiere con el paso del tiempo, como si eso pudiese lavar los pecados pasados. Ahí se mete la noción de “justicia” como castigo y los complejos de conciencia limpia que atraviesan a los impolutos de siempre, que se amparan en una condición que brinde luz verde a hacer todo lo que uno quiera. Obviamente, sin tener en consideración los “daños colaterales” por lo realizado.
La disposición minimalista del espacio es otro punto a destacar. Desde el momento en que no hay una platea dispuesta como suele ocurrir en cualquier teatro, ya hay una toma de posición. La forma de aprehender lo que sucede será diferente. El espectador tiene que hacer un movimiento mínimo para no perder nada de lo que ocurre. Saca de la comodidad a un auditorio acostumbrado a esperar cómodo, que le den todo “masticado, apto para su consumo”.
Los actores y actrices entran y salen todo el tiempo de manera acorde al planteo corrosivo que se lleva a cabo. Hay visceralidad en las manifestaciones realizadas. Los hermanos no se ponen de acuerdo con el rumbo a seguir con respecto al padre. Una enfermera que cuida de acuerdo al salario recibido. Gritos y reproches en los que nadie puede hacerse el/la distraído/a. La vinculación con vivencias propias es poderosa e inevitable. En varios, será esa herida cauterizada no exenta de dolor. De a poco, el rostro de los presentes refleja el impacto de la perdigonada teatral de la que es testigo. Algunos, sentados en la punta de la butaca o tarima con ojos de animé; otros, buscando gambetear los intercambios que se vomitan constantemente en cada parlamento.
El sonido suele constituirse en un personaje más en las puestas de Gómez. Aquí, cortesía de la versátil Guadalupe Otheguy, juega un papel fundamental tanto desde la consola de sonido o la guitarra. La música juega su papel en cada intervención, con el trabajo vocal constante del elenco entero.
Asimismo, las actuaciones son fundamentales en el hecho teatral completo. Enrique Amido se luce al dar vida a un Víctor tan contradictorio como vulnerable en su actualidad de deteriorada salud. La dupla Anabella Bacigaluppo-Patricio Aramburu brilla en la composición de esos hermanos que son el ying y el yang de las relaciones humanas. Algo similar es extensible a la labor de Agustina Reinaudo, Carolina Saade y Mariano Sayavedra, los dos últimos, desarrollando varios personajes.
La función termina y el aplauso es fuerte. Amén de la calidad vista sobre tablas, se percibe agradecimiento, alivio y también catarsis. La creación de sentido es total, con todo lo que esto implica. Hay quien se limpia los ojos, otro se queda sentado más tiempo del normal, mientras alguno se retira prontamente de la sala. “Los bienes visibles” es una experiencia artística tan completa como perturbadora, que deja mucho para reflexionar sin ningún tipo de prurito. Teatro en estado puro. Ese que trasciende hacia otras latitudes personales, con el enriquecimiento que esto implica.