Arder en su propio fuego.
Actúa: Mariana Cumbi Bustinza. Músico en vivo y música original: Facundo Salas. Dirección actoral: Huilen Medina Senn. Escenografía y visuales: Agustín Addesso Cámaras: Nicolás Gorla. Couch coreógrafico: Lucía Manso. Diseño de luces: Tony Capelli. Diseño gráfico: Addxsso. Vestuario: Mariana Cumbi Bustinza y Huilen Medina Senn. Fotografías: Santos Loza. Redes y contenido: Ornella Fazio. Duración: 60 minutos. Dramaturgia y dirección: Mariana Cumbi Bustinza.
Teatro El Extranjero. Valentín Gómez 3378. Sábados, 17 hs.
La música y sus referentes. Vidas que, en un buen número, se llevan al límite en pos del arte que representan. Una carrera al estrellato, no exenta de vicios, fantasmas internos, ni del talento artístico del personaje en cuestión.
Tal es el caso de Milton, líder de la banda La Meca con la que llega al éxito. Hacen cumbia. Vienen de un ambiente atravesado por la marginalidad y la música es una vía para salir de ese lugar. De más está decir que, a partir del momento de apogeo, comienza un camino de autodestrucción propia de quien no puede/sabe manejar todo lo que llega de repente. Es el fiel reflejo de lo dicho por El Más Grande del fútbol cuando recordó que “de una patada en el culo pasé de Villa Fiorito a la cima del mundo”. Inclusive, el mismísimo líder de los melenudos que revolucionaron la música tiró “las únicas cuatro personas del mundo que no vieron a los Beatles fuimos nosotros mismos”.
La puesta es bien corrosiva y prepotente. Presenta a un cantante de cumbia “real” (no aquél ATP para un público progrecheto, de clase media-alta) con todos aquellos vicios –probablemente perdonados en el rock, ocultos en otras músicas- en un género que todavía es mirado de costado, más allá de los gustos personales.
La dramaturgia uno de sus puntos fuertes. Allí radica la potencia y la poesía en la que se plasma la vida de quien logra salir a flote a través de la música, sin ver las contraindicaciones al respecto. Palabras y vivencias que impactan a lo largo de 60 minutos de un frenesí bien dosificado. Será la lengua aquella la que plante bandera respecto a usos y costumbres del músico en cuestión. La frase “Entre gente humilde nos entendemos con pocas palabras” es toda una declaración de principios.
El vestuario es “reconocible” a simple vista y sirve para establecer no solo la pertenencia e identidad sino para establecer esa grieta entre un nosotros y ellos que trasciende el gorro y la remera de la Selección Argentina.
El escenario es austero. Solo hay una separación entre lo que sería el escenario y el camarín. Espacios ambos en los que sería una extensión de su propia vida. Luces y sombras. Un lugar de brillo y felicidad, en pleno contacto con el arte y otro, donde impera la oscuridad y retoma aquello de “Desperté con odio y resquemor/la sombra de la frustración/se cierne sobre mi cara”. El espejo como forma de dialogo metonímico, de Jekyll y Hyde y demonios que tenemos todos y todas en mayor o menor medida.
La iluminación concebida por Tony Capelli es, prácticamente, un personaje más de la puesta, dada un presencia e importancia. Facundo Salas es la mastermind responsable de todo lo que se escucha así como el músico en escena. Su aporte es fundamental en la construcción de Milton en su lado creativo y artístico.
A nivel interpretativo, Mariana Bustinza lleva adelante una actuación visceral, plena de contradicciones y claroscuros de un Milton tan fuerte como vulnerable, que busca ese reconocimiento ligado al amor más profundo y puro. Toma por asalto al espectador, impedido de quitarle los ojos encima, con todo lo que esto implica.
Desde estas líneas, hemos saludado siempre la propuesta de Bustinza de plasmar historias alejadas al gusto/realidad de gran parte del ambiente del teatro y su público. Esa ruptura tensiona los límites entre aquello que debe ser aceptado, el gusto personal y la consideración de que es “buena música”. Letras que hablan de carencias, dolor y muerte, lejos de la corrección y sensibilidad empalagosa de buena cierta fauna teatral autóctona. Una situación que bordea una aceptación y aplauso sin fín, de tibieza extrema, con música de Coldplay sonando de fondo.
Aquí, no es así. Bustinza tira toda su artillería de irreverencia y crudeza, sumergida en algunas aristas de las clases menos privilegiadas. Algo que ya había hecho en “Menea para mi”, “Lo que quieren las guachas” y “Gorila” y no muchos/as dramaturgos/as han encarado en sus carreras.
“La Meca” pone sobre tablas la vida y la pasión de un ídolo popular que hace la “gran Ícaro”, encandilado por las luces de neón. Como dice una vieja frase, “la fama cuesta…y aquí es donde empieza a pagarse”. El pago es caro, muy caro.
Tal es el caso de Milton, líder de la banda La Meca con la que llega al éxito. Hacen cumbia. Vienen de un ambiente atravesado por la marginalidad y la música es una vía para salir de ese lugar. De más está decir que, a partir del momento de apogeo, comienza un camino de autodestrucción propia de quien no puede/sabe manejar todo lo que llega de repente. Es el fiel reflejo de lo dicho por El Más Grande del fútbol cuando recordó que “de una patada en el culo pasé de Villa Fiorito a la cima del mundo”. Inclusive, el mismísimo líder de los melenudos que revolucionaron la música tiró “las únicas cuatro personas del mundo que no vieron a los Beatles fuimos nosotros mismos”.
La dramaturgia uno de sus puntos fuertes. Allí radica la potencia y la poesía en la que se plasma la vida de quien logra salir a flote a través de la música, sin ver las contraindicaciones al respecto. Palabras y vivencias que impactan a lo largo de 60 minutos de un frenesí bien dosificado. Será la lengua aquella la que plante bandera respecto a usos y costumbres del músico en cuestión. La frase “Entre gente humilde nos entendemos con pocas palabras” es toda una declaración de principios.
El vestuario es “reconocible” a simple vista y sirve para establecer no solo la pertenencia e identidad sino para establecer esa grieta entre un nosotros y ellos que trasciende el gorro y la remera de la Selección Argentina.
El escenario es austero. Solo hay una separación entre lo que sería el escenario y el camarín. Espacios ambos en los que sería una extensión de su propia vida. Luces y sombras. Un lugar de brillo y felicidad, en pleno contacto con el arte y otro, donde impera la oscuridad y retoma aquello de “Desperté con odio y resquemor/la sombra de la frustración/se cierne sobre mi cara”. El espejo como forma de dialogo metonímico, de Jekyll y Hyde y demonios que tenemos todos y todas en mayor o menor medida.
La iluminación concebida por Tony Capelli es, prácticamente, un personaje más de la puesta, dada un presencia e importancia. Facundo Salas es la mastermind responsable de todo lo que se escucha así como el músico en escena. Su aporte es fundamental en la construcción de Milton en su lado creativo y artístico.
A nivel interpretativo, Mariana Bustinza lleva adelante una actuación visceral, plena de contradicciones y claroscuros de un Milton tan fuerte como vulnerable, que busca ese reconocimiento ligado al amor más profundo y puro. Toma por asalto al espectador, impedido de quitarle los ojos encima, con todo lo que esto implica.
Aquí, no es así. Bustinza tira toda su artillería de irreverencia y crudeza, sumergida en algunas aristas de las clases menos privilegiadas. Algo que ya había hecho en “Menea para mi”, “Lo que quieren las guachas” y “Gorila” y no muchos/as dramaturgos/as han encarado en sus carreras.