Vigilar y castigar: Experiencias en el mercado laboral

Por Cecilia Inés Villarreal


Hace unos días vimos en Netflix una serie francesa que se llama “Recursos Inhumanos” lo cual me llevó a reflexionar acerca de los trabajos.

Si bien mi primera experiencia laboral fue bastante efímera ya que me echaron a los diez días, me gustaría hablar de los «call center» y su maquinaria perversa.
Con la desregulación de las empresas de telecomunicaciones y sus loas neoliberales a las privatizaciones y al libre mercado, surgieron los call centers a gran escala como un negocio rentable.
En el país, la atención telefónica convocó a una gran cantidad de jóvenes ya que las promesas de beneficios laborales eran tentadoras y convenientes: horario part-time, posibilidad de seguir con los estudios universitarios y, en algunos casos, no pedían experiencia.
En mi caso personal, como tantos de mi generación, se buscaba trabajo a través de los avisos clasificados, mandabas el CV con carta de presentación por correo postal y era cuestión de esperar. Había que tener paciencia y una gran tolerancia a la frustración. Cuando vi el aviso en Clarín en el año 2000, el puesto decía “Telemarketer”. El tamaño era bastante llamativo y pedían 200 empleados/as. Una cantidad desmesurada; después entendí que el plantel de operadores telefónicos se renovaba constantemente… Tampoco pedían experiencia previa por lo que, de inmediato, preparé mi modesto curriculum, me vestí formal y me dirigí hasta el edificio de Florida 833, Capital Federal.

Fui a la entrevista, quedé seleccionada y a los pocos días entré a trabajar en un sucucho del centro. La tarea era tan sencilla como agotadora mentalmente: llamar a los abonados de Telecom para venderles paquetes de llamadas de corta y larga distancia a los clientes de la competencia- Telefónica-. El ambiente era bastante tenso. Si bien eran pocas horas,  era una tortura por lo interminable e insatisfactoria.
El objetivo era vender. Muchos compañeros que habían entrado conmigo, renunciaban ese mismo día. Era humillante ver una pizarra con nuestros nombres y que, en mi caso, no lograba vender nada-mis capacidades de persuasión no estaban aceitadas en ese entonces- .
La franja etaria de los operadores, entre los cuales me incluía, rondaba los 20-25 años, mientras que los supervisores tendrían quince años más. Resistí todo lo que pude hasta que un día, una supervisora y una coordinadora se acercaron a mi box. El lenguaje corporal era patético. Querían hablar conmigo para decirme con elegancia y delicadeza que no había alcanzado los objetivos. Fue gracioso porque creían que iba a romper en llanto. Nada que ver. Me fui, llamé a casa para contar lo sucedido y fin de la historia. Me pagaron y todos felices.
Pasaron los años y los trabajos eran en negro: hice investigaciones en bibliotecas y fui encuestadora “caradura” y mystery shopper (la escala más baja en el rubro de marketing) en distintos supermercados e hipermercados de zona sur del Gran Buenos Aires. Ventajas: Conocí las calles de Buenos Aires, me topé con toda clase de gente, aprendí a investigar, viajé en tren, colectivo y pude aplicar in situ conceptos sobre marketing. Desventajas: Deambulaba por las calles, no estaba en un lugar fijo y mi productividad dependía de la cantidad de horas invertidas y de la suerte.
Finalmente, conseguí trabajo en un call center de una renombrada obra social. Las entrevistas y pruebas de aptitud psicológica fueron pan comido. Además, lo atractivo era que la capacitación era paga. Maravilloso. Hasta ahi todo perfecto.

En la facultad había visto el panóptico de Michel Foucault. El call center, como dispositivo de encierro, era el modelo laboral ideal. Era un espacio de amplias dimensiones, lleno de boxes (escritorios diminutos con su consabida computadora, teléfono y headset, separados por  paneles) y en el medio del mismo, se ubicaban las supervisoras en un escalón más alto. Control absoluto e individualismo a ultranza. ¡Ni se te ocurra ayudar a una compañera si se ponía nerviosa cuando estaba atendiendo! Estaba cronometrado furiosamente el tiempo para ir al baño, tomar un café y almorzar. Era imperdonable que te excedas un par de segundos.

Ese salón era una metáfora de Argentina ya que contaba con todos los climas. En verano, si estabas cerca del aire acondicionado, era necesario llevar ropa de abrigo porque la tos y el  dolor de garganta aparecían de inmediato. Esto se acentuaba porque la herramienta de trabajo era la voz. En invierno, la onda era ir en musculosa debido a que la calefacción era intensa. Si le sumamos la desacertada elección de alfombrar los pisos y la acumulación de pulgas, ácaros y otras alimañas que formaban parte de nuestro espacio de trabajo, era bastante incómodo atender a los afiliados.
La atención al cliente atentaba contra las necesidades individuales de las personas ya que, como decía, Benjamin Frankin «el tiempo es dinero». Los supervisores decían “Resolvé rápido”, “no te distraigas en escuchar a un pobre viejo o a una mujer desesperada”. Usar un tono de voz impersonal, educadito, formal y “ponerse la camiseta de la empresa”. Eso no me importaba. La empatía no era un valor a tener en cuenta. No omitamos la desidia y la información desactualizada que manejábamos.
Trataba de ponerme en lugar del “beneficiario” y quizás, mi “grano de arena” no aportaba mucho pero mi carácter me obligaba a ayudar, a dar una mano, a intentar hacer la diferencia. Imagináte estar esperando en línea durante diez minutos y que, cuando al final una voz humana te atiende, el discurso lacónico sea “Disculpe señora, pero no hay más turnos para una ecografía mamaria”. Es lógico que la reacción del otro lado no iba a ser agradable. Por eso, a la velocidad del rayo, buscaba adelantarle cualquier otro turno médico. Estrategias de supervivencia para preservar mi salud mental y estar tranquila con mi conciencia. Alguna solución pude brindar. Algo. Me gustaba pensar que la persona, pese a todo, quedaba satisfecha. Que no había llamado en vano. Pese a mi educación católica, no me las doy de buena samaritana. Simplemente, en temas sensibles me gusta ser tratada con respeto y consideración. ¡La salud es un tema muy sensible como para tomárselo a la ligera!
Seguramente me van a decir que “es lo que hay”, “tuviste la suerte de trabajar ahí y cobrar un sueldo”, “te quejás de llena”. No es queja. Se trata de desnaturalizar la forma –pésima- en que nos tratan en algunos trabajos.

Destaquemos que las tareas alienantes (propias de un call center) potencian y sacan a la luz la verdadera personalidad del empleado. Es un maltrato psicológico que se transfiere al cliente ya que «en la cancha se ven los pingos». Tenemos que hablar de dignidad, de respeto y que somos personas, no cosas. Marx ya lo había esbozado en sus escritos sobre la alienación. Somos parte de un engranaje, una pieza dentro de la cadena de montaje. El sistema es redondo y funciona a la perfección ya que in-corporamos estas prácticas, no las cuestionamos. Charles Chaplin en la maravillosa “Tiempos Modernos” había denunciado, a modo de sátira, las consecuencias malignas del taylorismo. La primera escena es digna de analizar: en pantalla , en un plano picado, se ve un rebaño de ovejas hasta que esta imagen se funde en el mar de personas anónimas saliendo de la boca de un subterráneo.  Una obra maestra. Es un clásico del cine. Si bien hay que seguir una serie de reglas al pie de la letra, eso no significa que dichos procedimientos sean correctos y no se pueda transgredir. La transgresión es terreno de valientes, no es para cualquiera.

Las diferentes Aparatos Ideológicos del Estado como la familia y la escuela nos han domesticado para seguir una serie de parámetros ubicados dentro de los cánones de la normalidad. Ahora bien, hay que redefinir qué es normal, en qué época, para quién, por qué así como el tan mentado “sentido común”. Las palabras y expresiones tienen una carga simbólica poderosa e intensa. Pensemos al hablar qué estructuras se hallan detrás de las frases que decimos a cada rato. Un ejercicio por demás…inquietante.

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