El ajedrez suele tener un aura de misterio que lleva a diversas y erradas conclusiones. Veamos, cuando se lo utiliza para describir una situación complicada. La persona que lo dice, desconoce los pormenores del mundo de los trebejos ya que, en una partida entre dos jugadores se puede producir un choque de distintos estilos. Algunos más ligados al fuego de la táctica, otros a la quirúrgica planificación estratégica. La fogosa fantasía o la fría precisión del cálculo; la vehemencia del ataque o el arte de la defensa, aunque siempre con matices. Esos estilos que se encuentran en otros deportes, tal como el fútbol como los pregonados por César Luis Menotti, Carlos Bilardo, Carlos Bianchi, Marcelo Bielsa y demás directores técnicos.
¿A qué viene esto? Que la apuesta de Netflix en “Gámbito de Dama” cae en un momento exacto, que trasciende al tablero. La historia se centra en la vida de Elisabeth Harmon, una joven prodigio que busca desarrollar su talento en el denominado juego ciencia. Como no podía ser de otra manera, Beth está atravesada por fantasmas varios como el haber terminado en un orfanato a temprana edad por la muerte de su madre o su posterior adicción a los tranquilizantes, entre tantas cosas.
No en vano el título de la serie juega no sólo con el género de la protagonista sino con las implicancias de la palabra “gambito” que, en el marco del ajedrez, implica el sacrificio de material –generalmente un peón- en pos de obtener una ganancia, que puede ser de tiempo, iniciativa o explotar las debilidades del oponente.
A través de siete capítulos atrapantes, Anya Taylor-Joy da vida a una Beth cautivante, con una actuación sublime. Los silencios, los gestos y las miradas (que recuerdan, en algún punto, a Carolina Fal) son fundamentales en la construcción de un personaje inolvidable. Esto no quita que el trazado del personaje refuerce cierto “sentido común” –el más común de los sentidos- en tanto es desalineada y freaky en su aspecto. El tiempo pasa y se transforma de acuerdo al contexto de cambios propio de la década del 60. Es su relación con la moda y la belleza refinada que adquiere conservando su carácter taciturno e introvertido. En este punto, se destaca el trabajo de Gabriele Binder y Daniel Parker en vestuario y maquillaje, respectivamente. Párrafo aparte para la excelente Isla Johnston, que interpreta a la Beth-niña.
El “coming-of-age” que trazó Scott Frank es cautivante. El devenir de una joven que emprende el camino de la heroína contra fantasmas propios y externos a través de un campo de batalla de casillas blancas y negras. Sin prisa pero sin pausa, con un desarrollo armónico, va desplegando sus múltiples tácticas y estrategias para lograr una miniserie de calidad.
La complejidad de Beth se remonta a su niñez. No puede dejar de ver a ese padre ausente así como la relación que entabla con las diversas figuras masculinas con las que se relaciona siendo, quizás, la del señor Shaibel –encargado del orfanato-, la más relevante en su vida. Ese rol de autoridad y la frase de su madre respecto de los hombres con que se abre el trailer, es ilustrativa al respecto. De más está decir que es una mujer que busca su propio destino, con sus certezas y dudas, luchando contra los límites propiciados por el machismo de la época (¿y ahora?).
Uno de los puntos destacables de la serie es que el ajedrez en sí, es tomado en serio. Brinda un buen pantallazo a lo que es su estudio como la competencia. Del momento que Beth comienza con los rudimentos del juego, -cortesía del mencionado señor Shaibel-, al poco tiempo aprende la Defensa Siciliana así como su variante Najdorf, creación del legendario ajedrecista de origen polaco y argentino por adopción, al radicarse en nuestro país en 1939, tras el estallido de la Segunda Guerra Mundial. (Al ajedrecista amigo/a que vio la serie, no me diga que no miró los movimientos en las partidas y trató de analizarlos…)
Basada en el libro de Walter Tevis, la acción se desarrolla en plena época de la Guerra Fría. En algún punto, hay un paralelo con la carrera del legendario Bobby Fischer. Tal es la obtención del Campeonato de Estados Unidos por primera vez a los catorce años, para ganarlo en ocho ocasiones a través del tiempo. Inclusive el torneo que juega Beth en Las Vegas 1966 tiene su símil en el que jugó Fischer en Santa Mónica ese mismo año. Ambos obtuvieron similar resultado. De hecho, es Fischer rompe con el dominio de los jugadores soviéticos. Lo certifica en 1972, al derrotar al campeón mundial Boris Spassky en Reijkyavik, Islandia, para alzarse con el título del mundo. Algo que también se esboza en el camino de Beth.
El estudio y la pasión absorbente se aprecia en Beth desde temprana edad. Dice en una entrevista a la prensa que “me siento segura en las sesenta y cuatro casillas”. Lo mismo decía Bobby, llevando tableros pequeños para seguir analizando en cualquier espacio y circunstancia, casi como si fuera una adicción. El mismo Najdorf dijo “Fischer jugaba al ajedrez y a veces, vivía; a diferencia de Spassky que vive y a veces, juega al ajedrez”. Además, el estilo de juego sería similar, incluso en las líneas que utiliza tal como la Defensa Siciliana. El talento ajedrecístico y la genialidad -atravesada por algunos desequilibrios mentales y emocionales- los une aunque el que aparece como un fantasma por encima de ambos es Paul Morphy
Su conducta cuasi punk cuaja con su forma de vivir en que ella misma es ese “remedio sin receta” y también su enfermedad. Enfrenta a la vida como si fuera una partida. Su cuerpo y alma, su inteligencia tras un objetivo, ya sea un rival, una institución o un padre (¿o las tres condensadas en una sola?). Al fin y al cabo, el ajedrez -como el tenis o el boxeo- es el reflejo de cómo se para una persona frente a la vida y supera sus obstáculos. Llámese como se llame.
Si bien la historia es ficticia, pueden tomarse algún tipo de referencias a ajedrecistas mujeres que hicieron historia. Tal es el caso de Vera Menchik o Judit Polgar, siendo esta última considerada la mejor ajedrecista de la historia, batiendo inclusive al mismísimo Garry Kasparov en el 2002.
Pero es menester recordar algo que no debe pasar desapercibido. Es una mujer la que lleva a cabo la “epopeya” de ser valorada en un mundo de hombres el axioma de “jugar, crecer y ganar” así como ser respetada en su propia identidad. Detalle no menor que dialoga con la coyuntura de este 2020 de plena lucha en pos de los derechos de la mujer, #NiUnaMenos de por medio y lucha por la IVE.
Como detalle, se puede apreciar que, en los créditos, entre los “special consultants” se menciona a una persona que algo conoce de juego (¿o deporte?). El ya mencionado “Ogro de Bakú”, Garry Kasparov…
En tiempos de vértigo e inmediatez, pareciera que el ajedrez va a contramano debido a que se practica con muy poca movilidad, un desarrollo absolutamente personal y mental (que no puede ser replicada por las redes sociales -¡por suerte!-) lo que lleva al prejuicio –insostenible, como tal- que “es aburrido”. Más allá que “gustos son gustos” –dijo un tal Perogullo y comía bosta de caballo- y todas las opiniones son “respetables” –je!-, “Gambito de Dama” pone sobre el tablero de Netflix una serie atrapante, con una protagonista subyugante. Para ver de principio a fin, sin moverse de la pantalla y después, si uno se deja ganar por la curiosidad –dejando de lados los prejuicios-, zambullirse en el maravilloso mundo del ajedrez.
Ficha técnica:
Dirección: Scott Frank. Basada en la novela de Walter Tevis. Con Anya Taylor-Joy, Bill Camp, Marielle Heller, Isla Johnston, Moses Ingram, Christiane Seidel, Rebecca Root, Chloe Pirrie, Akemnji Ndifornyen, Thomas Brodie-Sangster y Harry Melling. Producción: Mick Aniceto. Música: Carlos Rivera. Edición: Michelle Tesoro. Vestuario: Gabriele Binder. Maquillaje: Daniel Parker. Año: 2020. Color y Blanco y negro. Plataforma: Netflix. Miniserie de siete capítulos.