“Calígula. El juguete de un loco” (Teatro).

El desquicio de los líderes, más allá del tiempo.

Autoría: Marina Wainer. Con Romi Pinto, Iván Steinhardt y Marina Wainer. Escenografía e iluminación: Marina Wainer. Diseño gráfico: Romi Pinto. Producción general: El Vacío Fértil Compañía Teatral. Puesta en escena y dirección: Marina Wainer. Duración: 75 minutos.

Patio de Actores. Lerma 568. Viernes, 20 h.

Suele haber personajes históricos que son difíciles de creer en su existencia, por más que haya documentos y toda una historia que la certifica. Uno de ellos es Calígula, emperador romano que se caracterizó por su carácter “errático” –por ser benevolente en su calificación- en el manejo del poder y en sus vínculos personales, tal como su relación con su hermana Drusilla, su esposa Cesonia y su caballo Incitatus.

Hoy en día, Calígula vuelve a la vida -teatral- con una puesta despojada. Hasta podría decirse “desprolija” siendo este adjetivo meramente descriptivo pero fundamental en la creación de sentido. Lo mismo ocurre con la platea que es irregular con respecto a la ubicación de los espectadores. Desde allí, se presencia como Calígula se ampara en su carisma para gritar y hacer lo que se le canta en pos de sus anhelos. Es esa mezcla de cobardía y temeridad (los extremos que se tocan) la que produce un coctel explosivo para quien rige los destinos de un Estado o una República, sea Roma o Argentina.

El texto realizado por Marina Wainer se ancla en los datos históricos del malogrado mandamás romano los cuales (“oh, casualidad”) se vincula con la coyuntura actual. Más aún cuando manipula un “control remoto” en sus manos como si fuera un detonador. La omnipotencia de quien se cree un dios impoluto e inimputable en su accionar, ya sea por su gestión política como “puertas adentro” en su vínculo con su hermana o los delirios en sus decisiones. Resentido y revanchista, con los brotes de megalomanía propios de un “roto” que ha triunfado, no deja de ser el reflejo -y la responsabilidad- de una sociedad que lo ubicó -por el motivo que sea- en ese lugar.

Aquí reside la gran potencia del espectáculo que supera cualquier falla que pueda tener. La construcción de sentido se vive en carne propia al ser uno, como individuo, sometido al capricho del desquiciado. Ni hablar si esto lo extendemos a la realidad en la que seríamos “ciudadanos”. Muchos de estos han concurrido a las urnas para votar a un orate similar para que ejerza la primera magistratura, amparándose en “imaginarios” y odios varios, sostenidos a través de “la fe” y “la esperanza”.

El desarrollo de la acción es sinuoso aunque capta la atención mientras causa pesadez y malestar. Es corrosiva con el espectador pero ¿no es el mismo efecto que pueden tener las medidas adoptadas por un emperador, un monarca o un presidente que ansíe un status de divinidad y perjudiquen a la plebe? Igualmente, los 70 mins de duración es mucho menor -en sus “consecuencias”- a tres años. Es más, la inquisición al colectivo denominado “público” (¿”pueblo”?) llega al final de la puesta respecto al futuro cercano….

Las actuaciones de Romina Pinto e Ivan Steinhardt (¿guiño a Alfredo Casero?) son acordes a una dramaturgia que busca impactar a nivel político, algo que logra, pese a quien pese. La propia Wainer se transforma en el caballo de un Calígula que no duda en pedirle plata a la población como sacrificio previo a la brillantez de “un porvenir…que ya está por venir” y no llega nunca.

Se apaga la luz y el aplauso tiene un sonido/gusto especial. Hay tres segundos antes del reconocimiento –no ovación- a los artistas. Algún rostro adusto se aprecia en la platea. Es el impacto de lo visto sobre tablas. Un cross de derecha (¡je!) que golpea de lleno a los presentes en tanto su posicionamiento frente a la realidad. Algunos, certificando su postura crítica frente al liberotarismo y otros, haciendo malabarismos para justificar lo injustificable. En fin, la vida misma…en la que el teatro todavía tiene algo que decir

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