No obstante, lo que es realmente importante es la forma en que Levy Daniel lo tomó para crear una puesta completamente nueva y las decisiones que toma al respecto. Desde el momento de la utilización mínima de elementos para la escenografía de la puesta. Dos baúles ubicados en el lugar preciso, bastarán para que se realice un despliegue basado en las palabras y las actuaciones.
De esta manera, como un gran rompecabezas que se irá armando progresivamente, se desplegará una puesta con un texto por demás rico en los planteos que realiza. Porque, si bien el “disparador” puede ser el incesto, también aborda la relación entre el deseo y los mandatos sociales. El “deber ser” frente a una necesidad como es la que enfrenta la familia compuesta por Franco, el padre y sus dos hijos, Ada y Juan, protagonistas del amor prohibido. Los campos de Franco han sufrido las consecuencias de una inundación por demás severa por la que necesita dinero para hacer frente a las pérdidas. Allí es donde aparece Toranzo, un terrateniente de gran poder económico que está enamorado de Ada. Será en ese instante donde el amor pasa a ser un valor de cambio. Un matrimonio a cambio de bienestar económico pero será ese “amor verdadero” –amén de prohibido- el único capaz de oponerse un sistema de producción que no tiene en cuenta estas “peripecias”. Como no podía ser de otra manera, la culpa también hará de las suyas para que la concreción de “lo deseado” no sea tal. Será en ese instante donde el público será cooptado por una dramaturgia tan rica como compleja y dinámica que el motivo principal del incesto, quedará en un segundo plano.
La entrada y salida constante de los actores, le brinda un gran dinamismo a una puesta que no decae en su ritmo y en la tensión dramática. Atrapante desde principio a fin, el texto se condice con sentidas actuaciones. Una Maia Francia magnética y arrolladora, da vida a una Ada que vive y sufre por un amor tan real como imposible (?). Tanto Pablo Razuk como Martín Ortiz dan vida a los hombres que luchan por su amor, desde veredas opuestas, pero con similar prestancia. El primero, desde la visceralidad del que ama desde el corazón y el segundo, como Toranzo, desde la codicia de quien tiene al otro como objeto de deseo. Silvia Villazur es Valda, la mucama abnegada y fiel que será quien lleve la voz cantante del relato. César André será la cabeza de una familia que se desmorona victima de su propio amor como de su ceguera en salvar a su propio campo, sea cual fuera el precio a pagar. Párrafo aparte para Enrique Papatino como Cipriano, el sicario, secretario y también confesor/consejero de Toranzo. Su forma en que desdobla a su personaje entre la bestialidad y el frío cálculo de cada una de sus posibilidades es, por demás, destacable.
El vestuario de Alejandro Mateo es fundamental para la constitución de la personalidad de cada uno de los personajes. La música de Sergio Vainikoff es creativa y precisa ya que dota de una ambientación exacta pero sin caer en motivos campestres obvios.
Los hechizados” mezcla incesto, tragedia shakespereana y la lucha entre el deseo y el deber ser, en la pampa húmeda donde la civilización y la barbarie continúan una lucha eterna donde no hay vencedores y todos son los vencidos.