El paso del tiempo es un enemigo implacable, con el cual, la batalla está perdida de antemano. Si a esto le sumamos las particularidades –y miserias- de cada ser humano, estamos frente a un combo explosivo.
Cesareo quiere salir de la decadencia en la cual se encuentra –atiende el bar del club en el cual tuvo una brillante carrera futbolística- por lo que quiere vender a un jugador mediocre a un club de Bolivia. Lo que parece una anécdota bizarra se va transformando de a poco, en una metáfora del tristemente célebre «sálvese quien pueda» y, por qué no, de «el último, que apague la luz». El resentimiento, los laureles marchitos junto con una sociedad que no brinda ningún tipo de contención a sus “mayores” conforman un callejón sin salida en el que Cesareo se encuentra encerrado en sus fantasías de gloria y realidad de franco ostracismo.
Lorenzo Quinteros es un Cesareo conmovedor y desesperado, junto con los solventes Fernando de Rosa y Darío Levy (interesante contrapunto el de su personaje, bañado en “realidad” con el de Quinteros) jerarquizan la puesta con actuaciones de nivel. La escenografía es colorida y recrea muy bien un ambiente que recuerda a los viejos –y lamentablemente en vías de extinción- clubes de barrio. Quizás, la parte media de la obra se extiende un poco más de lo necesario pero esto no conspira en absoluto con la obra. La dirección de Cappa se aprecia, no solo de los personajes sino en la sucesión de situaciones ridículamente extremas que viven los personajes, empujados por la necesidad imperiosa de «ser». La última escena es excelente en tanto fábula grotesca que da paso a la moraleja más dura, sin caer en el almibar de los «bien pensantes».
Bernardo Cappa vuelve con una puesta que inspira tanto la risa pero también la reflexión.