No obstante, este “Descenso del Monte Morgan” es una puesta que hace honor a los pergaminos que la anteceden con actuaciones acordes a un texto que, en este caso, no quedó anacrónico. Porque aquí se apela a la conducta de un hombre (Lyman) que tiene dos vidas paralelas con dos mujeres (Theo y Leah) distintas sin el más mínimo atisbo de culpa, ya que supedita todo a su felicidad y de hacer lo que le plazca. Además, con un público machista (término que incluye tanto a hombres como a mujeres) como el argentino hay tela para debatir.
Más allá del tema de la bigamia y monogamia se encuentran varias capas a descubrir como cierto fin –si es que hubo comienzo- del tan mentado “sueño americano” del cual Lyman es un verdadero exponente: rico y exitoso profesional, egoísta y narcisista. Por otra parte, justifica todo lo que hace logrando que ese ajedrez de palabras puedan llegar a favorecerlo en un juego maquiavélico.
Las actuaciones son de calibre. Oscar Martínez es un Lyman que responde a todo, con solvencia, Carola Reyna es la abnegada Theo a la que el mundo se le cae encima y ella lo muestra pero sin caer en sobreactuaciones, con realismo y Eleonora Wexler es una exacta Leah, exitosa empresaria pero con el corazón a punto de estallar. Lo más interesante que la forma en que se utiliza la palabra “amar” en la puesta. La escenografía, etérea, ámplia y fría muta con naturalidad a los escenarios que lleva la puesta mientras que la iluminación es imaginativa, yendo más allá del mero acompañamiento.
“El descenso del Monte Morgan” permite que Arthur Miller continúe vigente en una puesta de calidad.