El derecho de opinar (y vivir en consecuencia)

Hace algunas semanas, se realizó un debate en el foro de La Nación con respecto al incremento de parejas jóvenes que no desean tener hijos. 

Más allá de la opinión personal de cada uno, lo que llamó la atención es la falta de respeto a una decisión individual y privada. Porque, si bien cada uno puede opinar y demás, la descalificación respecto a lo decidido no tiene nada que ver con una sociedad civilizada.

Pero esto también trae a colación una serie de situaciones muy peligrosas, como aquél que quiere y no puede tener hijos, atacando a aquél que puede y no lo desea o el que proyecta una felicidad propia de tener hijos como «receta de idealización personal». Inclusive, si una persona no desea tener hijos por una cuestión económica (argumentación con la que uno puede no estar de acuerdo), es una decisión tan respetable como cualquiera porque es personal y fue tomada dentro del ámbito de su pareja. Y esas decisiones no se someten a comicio público.
A través de los años, la educación basada en «mandatos» carentes de cualquier fundamento, inculcó en la población una serie de axiomas a seguir por la gente y que los mismos, deben ser difundidos. Estos axiomas no se comprueban de ninguna manera, y dan pie a machismos, prejuicios y demás frases con las que hemos crecido. El hecho de que una persona no sea felíz por dichos axiomas, es lo de menos. Estos deben reproducirse “en pos de los valores de la sociedad”. Que estos sean la falta de respeto, la intolerancia, no importa en tanto y en cuanto se mantenga el statu quo. Si uno pregunta por los hijos que tuvieron Borges, Cortazar, Galileo o Jesús ¿allí se acabó el “legado al futuro”? ¿Quién puede arrogarse el derecho a decir que está bien y que esta mal en tanto y en cuanto no afecte a terceros? Porque cuando se producen estos debates, las frases “somos todos iguales” y “el respeto debe ser equitativo para todos” suenan vacias en tanto, parece ser, hay algunos que son más iguales que otros.

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